En los últimos años se ha instalado en diversos ámbitos jurídicos e institucionales la idea de que el lenguaje claro y el lenguaje inclusivo deben ser combinados. Organismos judiciales, universidades y ámbitos legislativos han promovido guías y manuales que abogan por el uso conjunto de ambas formas discursivas, en la convicción de que la comunicación jurídica debe ser a la vez comprensible e inclusiva. El debido proceso, se sostiene, requiere un lenguaje claro, inclusivo, no discriminatorio, con una argumentación accesible para todas las personas.
Sin embargo, esta pretensión, aunque loable, presenta un problema de base: el lenguaje inclusivo, tal como se lo promueve en muchas de sus variantes, entra en conflicto directo con los principios del lenguaje claro. Peor aún, el lenguaje inclusivo suele no ser claro.
¿Qué es el lenguaje claro?
Es conocida la frase de que la pornografía es difícil de definir, pero fácil de reconocer. Bueno, eso no sucede con el lenguaje claro, para el cual sí existe una definición: según la Plain Language Federation, el lenguaje claro es aquel cuya redacción, estructura y diseño son tan transparentes que el lector puede encontrar fácilmente lo que necesita, entender lo que encuentra, y usar esa información.
Es cierto que el lenguaje jurídico, aun cuando se alimenta del lenguaje común, difiere de éste en varios aspectos. El habla corriente emplea palabras de uso habitual, comprensibles para quienes carecen de formación técnica o especializada, con una estructura sintáctica simple y directa, básicamente destinada a la comunicación informal o práctica. En cambio, el lenguaje jurídico usa términos técnicos, algunos con significados muy específicos que el lego simplemente desconoce, con oraciones largas y construcciones impersonales, y el profuso recurso a latinazgos (“ad hoc”, “ipso facto”, “mutatis mutandis” y una larguísima lista de etcéteras) y arcaísmos (“autos”, “adolecer”, “impetrar”, y otra larguísima lista de etcéteras). La principal diferencia es, sobre todo, la función performativa de los textos jurídicos, es decir, que en ciertos casos producen efectos reales o modifican situaciones (“los declaro marido y mujer”), lo que en el lenguaje corriente es mucho menos frecuente o carece de efectos jurídicos (“te prometo que mañana voy”).
Estas características hacen que para el no iniciado el lenguaje jurídico frecuentemente sea farragoso, oscuro y críptico, difícil de comprender, si no directamente impenetrable. De ahí que desde hace unos cuantos años en varios foros se propicie el empleo del lenguaje claro en los textos jurídicos.
Esta práctica, originada inicialmente en los países anglosajones, se ha ido extendiendo gradualmente a Europa continental y América Latina, en guías y manuales de buena legislación.
En nuestro país ha habido varias iniciativas que propician el empleo de lenguaje claro en documentos y actos públicos. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el Ministerio Público Fiscal incorporó el lenguaje claro como política institucional, con un plan que contempla la capacitación de todo su personal y la elaboración de recomendaciones sobre la temática. Por su parte, en 2023 la Corte Suprema dictó la Resolución 2640/2023 aprobando lineamientos para estructuras sentencias de ese Tribunal, y en 2024 dictó la Resolución 2171/2024 que aprobó las “Sugerencias para la elaboración de los lineamientos generales de sentencias claras”. Y en el resto del país existe una pluralidad de guías, pautas, ateneos y manuales con el mismo objeto.
Estas propuestas suelen incluir recomendaciones como emplear oraciones y párrafos cortos, títulos y subtítulos, sujeto expreso, voz activa, una idea por oración y un tema por párrafo, y léxico y sintaxis accesibles; y evitar lenguaje farragoso y rebuscado, nominalizaciones, dobles negaciones, y excepciones a excepciones. Esto se recomienda para todo tipo de textos legales, es decir, leyes, reglamentos, sentencias, escritos, contratos, notificaciones, etc. De esta manera se procura acercar el ciudadano al derecho, mejorando el acceso a la Justicia y reduciendo el riesgo de errores.
¿Qué es el lenguaje inclusivo?
La “Guía para el uso de un lenguaje no sexista e igualitario en la HCDN”, presentada por la Cámara de Diputados de la Nación en 2015, define el lenguaje inclusivo como el que no oculta ni subordina ni excluye a ninguno de los géneros y es responsable al considerar, respetar y hacer visible a todas las personas, reconociendo la diversidad sexual y de género.
Su finalidad es visibilizar los géneros que, se afirma, tradicionalmente han sido invisibilizados, ignorados u opacados por el uso del masculino genérico. La premisa es que, como el lenguaje construye realidad, la omisión sistemática de identidades de género refuerza desigualdades; por ello, se sostiene, el empleo del lenguaje inclusivo ayuda a una sociedad más justa.
Existen distintas “intensidades” del lenguaje inclusivo. Una versión más ligera se limita al desdoblamiento (“todos y todas”, “jueces y juezas”). Un abordaje intermedio avanza con el uso de genéricos no marcados (“la persona usuaria”, en vez de “el usuario”). Y, finalmente, una aplicación más intensa recurre al empleo de signos (@) o letras (“x” y “e”) para sustituir las vocales habituales indicadoras de género (“usuari@s”, “usuarixs” o “usuaries”).
Hay varios manuales y guías que recomiendan la adopción del lenguaje inclusivo. Un ejemplo es la “Guía de Lenguaje Claro y Estilo” del Juzgado Penal, Contravencional y de Faltas Nº 10 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, donde se expresa que “un uso no sexista del lenguaje trata de obtener un lenguaje realmente neutro, común, que evite tratamientos asimétricos, invisibilizaciones y tópicos sexistas. Así se logra visibilizar a todas las personas en pie de igualdad” (p. 15). En el ámbito administrativo, la Resolución Nº 244/2022 (26-07-2022) del Ministerio de Obras Públicas promovió en su art. 1º “el uso del lenguaje y la comunicación no sexista e inclusiva como formas expresivas válidas en las producciones, documentos registros y actos administrativos de todos los ámbitos de este Ministerio, como mecanismo para desalentar el uso genérico del masculino”. Y en el ámbito universitario, la Universidad Nacional de San Martín (“Guía para incorporar un uso inclusivo del lenguaje”) también propicia hacer un uso inclusivo del lenguaje. Iniciativas parecidas han tenido lugar en la Universidad Nacional de Río Negro, la Universidad Nacional de Rosario y la Universidad de Buenos Aires.
Sin embargo, en Argentina el lenguaje inclusivo parece últimamente haber caído en disfavor. El 27 de febrero de 2024 el presidente Milei anunció la prohibición del uso del lenguaje inclusivo en la Administración Pública Nacional. También en 2024 el diputado Ricardo López Murphy presentó un proyecto de ley que exige el uso del “correcto idioma español”, conforme las normas de la Real Academia Española (RAE), excluyendo expresamente el lenguaje inclusivo.
Tensión entre el lenguaje claro y el lenguaje inclusivo
Pese a las buenas intenciones que procuran acumular sus respectivos beneficios, en los hechos el lenguaje claro va en una dirección y el inclusivo en la opuesta, y, parafraseando la enseñanza bíblica, no es fácil servir simultáneamente a estos dos amos.
El primer problema, central, es que el habla corriente sencillamente no recoge el lenguaje inclusivo. Según las encuestas, menos del 10% de los hablantes en Argentina lo usan, y el 70% está en contra de su uso. En la comunicación oral espontánea, casi nadie dice “niños, niñas y adolescentes” ni “trabajadores y trabajadoras”; mucho menos “todes”, “tod@s” o “todxs” (que en los últimos dos casos ni se sabría cómo pronunciar).
En segundo lugar, no hay reglas establecidas: ¿se dice “todos los niñes” o “todes les niñes”? Es más, el lenguaje inclusivo se aparta de las reglas gramaticales existentes: por antipático que pueda resultar a sus críticos, la Real Academia Española es la autoridad lingüística, y ha resuelto mantener la vigencia del masculino genérico, tanto en el lenguaje general (“Libro de estilo de la lengua española según la norma panhispánica”, Madrid, 2018, ps. 21-25) como en el jurídico (“Libro de estilo de la Justicia”, Madrid, 2017, ps. 48-50), salvo en limitadas excepciones, como las fórmulas de cortesía (“señoras y señores”). En los hechos, el empleo del lenguaje inclusivo, en cualquiera de sus modalidades (“light”, intermedia o “intensa”) normalmente es solo un identificador de fe partidaria.
Tercero, en el plano jurídico el lenguaje inclusivo generalmente alarga y complica el texto, sin agregarle nada positivo. Se suele citar la Constitución venezolana de 1999 como el mejor ejemplo de lo peor de esta práctica, con la repetición hasta al hartazgo de cargos y designaciones en masculino y femenino. Sin embargo, no es necesario ir tan lejos: lo mismo sucede en la ley Nº 6451 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires sobre el juicio por jurados, con las expresiones “el/la juez/a”, “el/a mismo/a Juez/a”, “acusado/a”, “el/Presidente/a y el/a Vicepresidente/a”, “los/as Gobernadores/as”, “el/a Jefe/a y el/a Vicejefe/a de Gobierno”, “los/as ministros/as”, “los/as Defensores Adjuntos/as”, y varios casos más.
Esta circunstancia, más la apuntada falta de reglas fijas, oscurece el sentido de las palabras y frases, lo que en el ámbito jurídico puede tener consecuencias funestas para la seguridad jurídica.
Conclusión: incompatibilidad de caracteres
El lenguaje claro y el lenguaje inclusivo persiguen objetivos distintos. El primero busca que los textos se entiendan; el segundo, que representen identidades. Cuando se pretende combinarlos, se neutralizan y anulan recíprocamente.
En contextos jurídicos, donde la precisión, la seguridad y la inteligibilidad son fundamentales, la claridad debe ser prioridad. La tensión con el lenguaje inclusivo no es solamente ideológica o filosófica, sino conceptual y práctica, y si se pretende que el mayor número de personas puedan entender los textos jurídicos no tiene ningún sentido complicarlos.
Intentar combinar ambos enfoques suele derivar en textos más largos, ambiguos o difíciles de procesar, sin que ello redunde necesariamente en mayor justicia o igualdad. Por eso, en la redacción jurídica, conviene reconocer esta tensión y optar, con claridad, por la claridad.
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