Cuando se revisa un texto jurídico, siempre hay que examinar su extensión: ¿quedó demasiado largo, demasiado corto, o “todo bien”?
Cada escrito, artículo, nota, etc. tiene una medida más o menos apropiada, es decir, una cantidad de palabras y páginas que razonablemente se adecua a su finalidad de persuadir, informar, describir, asesorar, educar, legislar o reglamentar. Esa medida no es exacta sino difusa porque no hay una magnitud predeterminada matemáticamente con toda certeza. A lo sumo existe un tope que no puede ser excedido, como el establecido por la Corte Suprema de Justicia en la Acordada 4/2007 del 16 de marzo de 2007 para el recurso extraordinario (40 páginas de 26 renglones con una letra de tamaño no menor a 12 puntos).
Un texto demasiado corto o demasiado largo puede “fugar” al lector. Si es muy corto, proyecta una imagen de pobreza intelectual, superficialidad, en fin, de algo que no está completo. A la inversa, si es demasiado largo la atención del lector indefectiblemente languidecerá, si es que no deja de leerlo por completo. En ambos casos se frustra la finalidad del trabajo en cuestión, que sin público vale menos que una hoja en blanco.
La medida ideal varía de caso en caso, porque depende del tipo de texto, de cuántas cuestiones están planteadas, de cuál es la práctica habitual para el caso específico. Pero si bien no hay una medición científica, el autor experimentado puede reconocer, aunque más no sea aproximadamente, si su presentación se encuentra dentro de los parámetros aceptables. Ahí se plantea un nuevo problema: ¿cómo agregar, qué sacar, y cuánto?
Demasiado largo
Generalmente la primera versión no peca de corta sino de larga. Una relectura permite ganar perspectiva, para luego ver qué se puede suprimir.
Es sencillo: hay que eliminar todo lo que agrega pero no suma, como detalles superfluos, repeticiones innecesarias, citas largas, información sobreabundante, explicaciones inútiles, demasiados ejemplos y demasiados sinónimos.
La primera herramienta para evitar estas fallas es lo que David Mellinkoff, un gran estudioso del lenguaje de los abogados, llamó “control de la natalidad”, es decir, evitar de entrada la inclusión de material inútil (“Legal Writing: Sense & Nonsense”, West Publishing Co., St. Paul, Minnesota, 1982, p. 132).
“Matar a los hijos”
Pero quien no tuvo esta precaución o no la ejerció suficientemente, cuando revisa un texto debe preguntarse todo el tiempo si lo que afirma, describe o argumenta realmente sirve al fin que pretende alcanzar; y si la respuesta es negativa, debe borrar sin hesitar.
Suele haber una resistencia casi instintiva a suprimir alguno que uno ha escrito, sea por el esfuerzo invertido en ello, la posibilidad de que esos pasajes pese a todo sean útiles, o simplemente la admiración por la propia obra. Pero si el texto sobra, hay que cortar sin piedad: no es un filicidio, no se trata de una opera magna, no es más que un lastre del que hay que desprenderse.
Un pecado frecuente es la transcripción de largas citas, normalmente de jurisprudencia y a veces de doctrina, una práctica que ha sido muy facilitada por la herramienta “cortar y pegar” de los procesadores de texto. Esas citas extensas casi siempre son completamente inútiles. Richard Posner, otro gran jurista estadounidense que fue juez durante 36 años, lo señaló discretamente: “Tenga cuidado con las citas, especialmente con las largas citas en bloque” (“Judges’ Writing Styles (And Do They Matter?)”, 62 U. Chi. L. Rev. 1424 [1995]). Más directo fue un juez argentino que en una audiencia nos dijo muy sonriente a las partes (en realidad, a los abogados de las partes) que amaba esas “citas eternas” porque sencillamente eran otras tantas páginas que nunca iba a tener que leer.
Sin embargo, no siempre toda repetición es inútil, porque en un texto persuasivo puede ser necesaria por su efecto retórico. Así, por ejemplo, cuando se caracteriza éticamente un litigio como un “despojo” y luego se lo repite esa caracterización como leit motiv en la narrativo de los hechos y la exposición de los argumentos. O también cuando se presenta como remate final una conclusión que anteriormente se planteó en la introducción y se desarrolló a lo largo de los razonamientos. Naturalmente, es una herramienta que debe ser usada con prudencia, para evitar el hastío del destinatario.
Demasiado corto
Aunque es improbable, también puede ocurrir que el texto sea demasiado corto. Si bien en la mayoría de los casos su destinatario agradecerá tener menos para leer, es posible que la pieza en cuestión aparezca como superficial o incompleta. No es envidiable la situación del abogado cuya presentación es fulminada por el juez como “pobre” o “escueta” (y luego es rechazada) o que genera una serie de preguntas del cliente que la estigmatiza como “telegráfica”.
En estos casos no se trata de inflar el escrito con palabrerío, sino de completarlo realmente. A este fin se puede mejorar el análisis, agregar ejemplos, incluir argumentos adversos (y refutarlos), agregar antecedentes y contexto, añadir ejemplos o circunstancias hipotéticas, o invocar argumentos de política pública.
Sin embargo, hay que cuidar que estos aditamentos sean verdaderamente sustanciales y pertinentes, y no solo material de relleno. Porque en materia de redacción jurídica, casi siempre menos es más.
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